Por qué Trias no es alcalde
No pocos medios de comunicación habían planteado las elecciones a la alcaldía de Barcelona como un dilema entre Colau o Trias. La rentrée política del exalcalde convergente disparó las expectativas de voto de la lista del fugado Carles Puigdemont. En las encuestas pasó rápidamente de 5 a 11 concejales.
La campaña se polarizó entre quienes, hoy por hoy, han sido los dos peores alcaldes barceloneses de la democracia. El clima plebiscitario favoreció la concentración del voto útil en un candidato que se limitaba a decir que todo era un “desastre”. Trias escondió la estelada en el baúl de los recuerdos, no fuera que, ahora que el separatismo está pasado de moda, alguien recordara que el procés se inició con él como alcalde.
El odio a Colau es transversal en una ciudad que está más sucia que nunca y que se ha convertido en la más insegura de España
El aspirante pescó votó en diferentes caladeros. El odio a Colau es transversal en una ciudad que está más sucia que nunca y que se ha convertido en la más insegura de España. Pero pronto Trias dejó de sumar. Se estancó en un punto en el que la demoscopia señalaba que haría falta la alianza entre dos o tres partidos para alcanzar la alcaldía.
Los periodistas no planteaban otra cuestión a los candidatos: ¿Con quién pactarás? Y Trias señaló a Esquerra Republicana e ignoró al Partido Popular. Los de Ernest Maragall se habían presentado con un programa económico tan intervencionista como el de Colau. Eran podemitas con lazo amarillo. Así pues, Trias huía del eje ideológico y se metía de lleno en el bloque procesista.
Antes de que el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, lo propusiera para las elecciones generales, Trias ya dibujaba un frente separatista para asaltar el Ayuntamiento de Barcelona. Craso error. Error fatal. Otorgó al Partido Popular una utilidad que Daniel Sirera supo aprovechar: ni Colau, ni separatismo. Ni Ada, ni estelada. Ni quienes han maltratado Barcelona, ni quienes quieren romper España.
Sí, Colau era un desastre, pero poner Barcelona al servicio de Waterloo no era un mal menor. En los debates electorales Sirera puso voz al constitucionalismo en Barcelona. Si la ciudad quería recuperar todo su esplendor, debía dejar atrás a los populismos y a los separatismos. Debíamos cuadrar el círculo.
Así llegamos al 28 de mayo. Partidos constitucionalistas con importantes recursos económicos y humanos quedaron lejos de entrar en el consistorio. El voto del seny se había dividido una vez más. Con todo, el Partido Popular iba a doblar el número de concejales.
Y, como Sirera había vaticinado, las urnas pusieron la llave del Ayuntamiento en sus manos, pero ahora el dilema había cambiado. Ya no era Colau o Trias, sino Collboni o Trias. El socialista había sido copartícipe de la nefasta gestión de Colau, pero Trias empezaba a encadenar una serie de errores.
Cada paso que daba le alejaba de la alcaldía. La noche electoral compareció al lado de la corrupta y radical Laura Borràs. ¿Era realmente Puigdemont el jefe de su campaña? Eso parecía. Pasaban los días y Trias, una vez más, no estaba dispuesto a pelear con humildad e inteligencia la alcaldía de Barcelona.
El pacto de gobierno con Esquerra acabó con todas sus posibilidades. Trias, cual líder procesista, actuó con torpeza y soberbia. El Partido Popular usaría la llave para cerrar al independentismo la puerta de Barcelona. Sin embargo, debíamos cumplir también con la segunda parte de nuestra promesa electoral: sacar a Colau y a los comunes del gobierno municipal.
La teoría de juegos indicaba que tendríamos esa oportunidad si esperábamos hasta el último minuto. Debíamos dejar muy claro que no íbamos a entregar gratis la alcaldía a Collboni. Si aguantábamos, Colau también se quedaba fuera. Pero pasaban las horas y la exokupa se aferraba al coche oficial.
La persistencia de Sirera y los errores de Trias llevaron al resultado final
Los concejales del Partido Popular llegábamos al Ayuntamiento a las cuatro de la tarde, una hora antes del inicio del pleno de investidura. Y fue entonces cuando llegó el teletipo a nuestros teléfonos móviles: los comunes se retiraban. Apoyarían a Collboni sin entrar en el gobierno. El camino se despejaba. El nuevo dilema era mucho más fácil de resolver: Collboni sin Colau o Trias con Esquerra. La persistencia de Sirera y los errores de Trias llevaron al resultado final.
No obstante, quedaba una duda: ¿Era Collboni de fiar? Nos dio su palabra. Colau y los suyos quedarían fuera. Será él quien deba rendir cuentas ante la ciudadanía si se desdice. Nosotros habíamos hecho nuestro trabajo; habíamos cumplido con nuestra promesa electoral: ni Colau, ni separatismo. Eran ya las cinco. El pleno estaba a punto de empezar.
El resto de los concejales ya estaban preparados con su banda y su pin. Y nosotros, acalorados, deliberábamos en el pasillo, acabando de tomar una decisión que iba a marcar el futuro de nuestra ciudad. Y, en ese momento, Artur Mas, el político catalán más nefasto de las últimas décadas, pasaba altivo a nuestro lado. Razones y emociones convergían. Sentido de Estado y sentido de ciudad coincidían: íbamos a tomar la mejor decisión posible. Y la tomamos, aquí, en el Ayuntamiento de Barcelona.