El señor de los pinganillos
En ocasiones veo coincidencias. Es un sexto sentido que empecé a desarrollar durante el post-procés catalán y los primeros meses de Pedro Sánchez en la Moncloa. Era una permanente sensación de déjà vu que desembocó, en 2021, en la redacción del libro El proceso español (editorial Deusto).
El sanchismo había empezado a imitar en fondo y forma al separatismo catalán. La propaganda engullía la gestión. Las instituciones democráticas eran hackeadas por un populismo ramplón. La división social era inducida por un poder político que pretendía esquivar cualquier rendición de cuentas. En definitiva, la política se convertía en un problema que afectaba, para mal, la vida diaria de los ciudadanos.
Pedro Sánchez, el Artur Mas del PSOE
Pasan los años y se incrementan las coincidencias. El proceso español acelera. Pedro Sánchez era el Artur Mas del PSOE. Mismo narcisismo, misma irresponsabilidad. Es el poder por el poder. Sin ninguna idea sobre el bien común, el presidente en funciones es capaz de otorgar a un separatismo dividido y en horas bajas una victoria con la que jamás habría soñado. De hecho, ambos procesos convergen. Son ya lo mismo. De este modo, todo el país corre el riesgo de acabar como Cataluña, con unas instituciones totalmente desprestigiadas y una economía decadente, con empresas a la fuga o en manos extranjeras.
A Sánchez, como a los líderes del procés, le importa un pimiento la convivencia
Sánchez, el que prometió poner a Puigdemont a disposición de la Justicia, ahora justifica la impunidad para el delincuente si este tiene un objetivo político. Ya lo saben: si van a robar un banco, la estelada les será más útil que el pasamontañas. Justifica lo injustificable. Miente patológicamente. Y cuando acierta, rectifica. A Sánchez, como a los líderes del procés, le importa un pimiento la convivencia. Al contrario, potencia la discordia. Quiere una España dividida y enfrentada, porque una sociedad sobrecargada de emociones negativas se desliza más fácilmente por el precipicio de la masa. Esa fue también la estrategia del procés, a saber, transformar ciudadanos en hombres (y mujeres) masa. Anestesiar el espíritu crítico con una inyección de resentimiento.
Este fue quizá uno de los mayores y más sorprendentes éxitos del procés: personas, que en cualquier otro ámbito de la vida se mostraban razonables e inteligentes, se convertían en seres irracionalmente sectarios al tratar cuestiones políticas. Creían, con fervor religioso, las falsedades de sus dirigentes. Percibían una épica histórica en cualquier patochada folklórica. Eran inmunes a las contradicciones. Podían defender con la misma pasión un argumento y el contrario si este lo había defendido Puigdemont u Oriol Junqueras. El procés no hubiera sido posible sin ese doblepensar orwelliano que hoy caracteriza a los socialistas. Si Sánchez está dispuesto a vender el futuro de España al separatismo, es porque se ve capaz de controlar a toda una masa acrítica.
Sánchez es, pues, el señor de los pinganillos, un político amoral obsesionado con su tesoro, la Moncloa. Es el presidente de un ejecutivo que ha laminado todo control y contrapoder. Pactando el desmantelamiento del Estado y la disolución de la Nación, ha eliminado del PSOE cualquier rastro de obrerismo y patriotismo. No, no es el sanchismo. El problema es un partido que ha mutado en una mera plataforma personalista. Pocos disidentes, algunos creyentes y muchos doblepensadores. Como en el procés catalán, son muchos los que saben el daño que están haciendo a su país, pero callan. Otorgan. Aplauden.
El poder
El PSOE es un ego y sus circunstancias. Ya no hay principios. Solo un fin: el poder. Sin embargo, los pinganillos no serán suficientes para controlar a los socios. El “no es no” al Partido Popular ha dejado a los socialistas a merced de la insaciabilidad separatista. PNV, Bildu, Junts y ERC saben que Sánchez tragará con lo que sea; por eso le humillan. Y Sánchez cree que gran parte de su electorado también tragará con lo que sea; por eso permite la humillación.
Solo un inesperado despertar de la conciencia cívica en una parte de la izquierda española podría frenar este proceso de destrucción democrática. Pero el tiempo se agota. Los indultos fueron la primera piedra del segundo procés. Los pinganillos ya cuelgan en las orejas de sus señorías; y la amnistía está más que acordada. Solo les falta encontrar un nombre para la criatura. Exigen medio billón de euros. Sufriremos el referéndum con la campaña más cara de la historia.