El miedo al error político
La opinión pública suele criticar con más fuerza al político que no logra ejecutar con éxito las promesas a sus electores que aquel que esgrime no poder hacerlas por las trabas que se iba encontrando en el camino. En el primer caso, el político queda a merced de los resultados; en el segundo, evita tener que rendir cuentas.
Antes de las próximas elecciones municipales y generales, nos encontramos en un buen momento político para sopesar si es mejor político aquel que intenta cumplir lo prometido a sus electores aunque sus iniciativas salgan mal o el que se escuda en mil argumentos para no llevar a término el programa que se comprometió a realizar.
La cuestión no es menor, ya que buena parte de los ciudadanos prefiere la inacción del político antes que ver mal plasmadas iniciativas legislativas que lo perjudican. Se prefiere que el político no actúe por temor a que las cosas puedan ir a peor.
Un ejemplo que señala esta preocupación lo encontramos en la ley del “solo sí es sí” que ha propiciado, por un error de valoración técnica jurídica, que se reduzcan penas y encarcelaciones de personas que cometieron abusos y agresiones sexuales.
El fracaso de la aplicación de la ley lleva a los ciudadanos a pensar que es mejor no hacer nada que hacer las cosas tan mal
Este caso ha propiciado que muchos se pregunten si valía la pena cambiar la ley y si no hubiera sido mejor no modificarla. Es un caso extremo de propósito fallido pero permite observar la importancia de ejecutar con éxito las iniciativas políticas que se quieren implantar en la sociedad.
El fracaso de la aplicación de la ley lleva a los ciudadanos a pensar que es mejor no hacer nada que hacer las cosas tan mal. El caso de la ley del “solo sí es sí” es un caso extremo de cadena de errores que han culminado en evidenciar una mala praxis política que perjudica a la sociedad. Los ciudadanos llegan a la certeza de que es mejor que el político se aparte y lo deje todo en manos de los funcionarios y los técnicos. Sin embargo, un error político y judicial como el cometido por Irene Montero no debería premiar la inacción política.
¿Cómo romper la percepción ciudadana de que se vive mejor con el parlamento cerrado que creando nuevas leyes y normas? ¿Cómo convencer a los políticos para que actúen sin temor a hacerlo por el desgaste público que puede sufrir? Las preguntas no son sencillas de responder, pero la política debe ser capaz de cambiar la percepción de los ciudadanos para que dejen de pensar que es mejor no hacer nada que hacerlo mal, generando una fuerte presión en los políticos, que dejan de actuar para evitar errores.
Para ello, se podría hacer anualmente una auditoría de las iniciativas políticas que han sido exitosas o positivas, más allá de los partidos que las defienden, para mostrar que la esencia de la política reside en la acción. Un poder ejecutivo y legislativo carcomido por el miedo a actuar implica que una parte de la sociedad vea con buenos ojos que los técnicos ocupen el lugar de la política.