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Todo vale. Más allá de los populismos

Cualquier acción pública queda legitimada bajo el argumento que se ha convertido hoy en el centro de gravedad para su justificación: “no te reconozco el derecho a condenarme, ya que lo que para ti es bueno, para mí es malo”. La divisa es utilizada por el populismo, el nacionalismo y por aquellas personas que han convertido el subjetivismo en la doctrina de su acción social.

La autoridad, el orden, la objetividad, el rigor y la ponderación son valores inoperantes en la sociedad, que hoy los tacha de involucionistas y refractarios a cualquier cambio. No reconocer el derecho que tienen los Estados para gestionar la vida de las personas en cuestiones jurídicas, de impuestos, seguridad, control de mercado y sanidad se debe, en el mejor de los casos, al descontento por su ineficiencia y, en el peor, al comprobar que se puede obtener beneficio político, económico y social si uno se erige como la voz pública que lo cuestiona.

Crítica social de los gobierno hacia el Estado

Paulatinamente, años tras año, se ha ido deslizando la crítica social de los gobiernos hacia el Estado. Incluso algunos gobernantes han llegado a argumentar que no exigen impulsar las reformas que han prometido a sus votantes porque la maquinaria del Estado es inoperante o, lo que es peor, porque se rebela contra cualquier cambio.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la presentación de los candidatos socialistas para las elecciones municipales de 2023 en un acto celebrado en el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe en Valencia. EFE/Juan Carlos Cárdenas

Aquellos que llegan a gobernar un país, si exceptuamos el caso francés, donde se sigue pensando que el Estado, y no el gobierno, es el que garantiza estabilidad y prosperidad, justifican que no pueden actuar bajo el argumento de que su estado y las instituciones de la Unión Europea no les permiten realizar los cambios que proyectan, así que “no tienes derecho a condenarme, ya que lo que intento conseguir que es bueno para ti no lo puedo realizar”.

Nos situamos ante un proceso que pretende disolver las responsabilidades bajo la más radical subjetividad. Tal vez sea la razón por la que cada vez más los gobiernos, a veces sin ser conscientes, van destruyendo el edificio jurídico de la Constitución que los ampara.