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El reino del cinismo

Ya nadie niega el papel fundamental de las emociones en la política. Estas están en el origen de nuestras motivaciones. Gracias a la compasión, sacrificamos nuestros intereses más particulares en beneficio de alguien más necesitado. Nos indigna la injusticia y nos movemos contra ella. Apoyamos a determinados proyectos políticos y no a otros, por las emociones que estos nos provocan. La envidia o la repulsión favorecen determinados juicios de valor. El miedo, por ejemplo, se ha convertido en un significativo agente movilizador de la política actual.

Aquellos que son incapaces de generar ilusión o esperanza, utilizan el miedo a enemigos reales o imaginarios para mantener prietas las filas. En política, las percepciones son más decisivas que las realidades y, por lo tanto, políticos y asesores consideran las emociones una pieza clave de sus campañas. Y, estando en la actualidad en campaña permanente, no es de extrañar que se hable de la política de las emociones. La indignación y el miedo forman parte del marketing electoral. Tiene lógica. No obstante, cuando se separan las emociones de la ética tenemos un grave problema.

Algunos prometieron regeneración democrática y nunca las instituciones públicas habían degenerado tanto en tan poco tiempo. Se las daban de justicieros, de moralistas severos, de savonarolas posmodernos, y han acabado legislando a favor de los violadores y los corruptos. Son un gobierno de oportunistas y un chollo para los delincuentes. Es el gran fracaso de la indignación, de la emoción negativa desligada de la razón. El resentimiento fue su medio, pero la responsabilidad nunca fue su fin. Asaltaremos los cielos, auguraban. Y solo han conseguido que el procés separatista se les cuele en La Moncloa. De hecho, le han abierto las puertas del palacio de par en par. Al populismo ideológico le han sumado el populismo identitario, demostrando, una vez más, que la suma de dos malas ideas nunca ofrece como resultado una buena

Iban contra la “casta”, pero pronto se olvidaron de la “gente”. Sus clérigos mediáticos proclaman eufóricos una esplendorosa bonanza económica. Será para ellos, ya que 4 de cada 10 jóvenes que se han ido al paro en Europa durante el 2022 eran españoles. Nuestro país se sitúa hoy como el líder del desempleo juvenil de la Unión Europea, superando a Grecia. Ni “brotes verdes”, ni “Champions League”. La nueva izquierda rima con la vieja. José Luis Rodríguez Zapatero mintió, derrochó millones y millones dejándonos las mejores aceras de Europa y los más caros carteles propagandísticos antes de congelar las pensiones, recortar los sueldos de los trabajadores públicos y eliminar el cheque-bebé. Ese cuento ya nos lo contaron. Hoy los fondos europeos no llegan a la economía real, porque la incompetencia permanece en el gobierno. Y cuando la mala gestión se hace evidente, los sucesores de ZP repiten la jugada. “Nos interesa la tensión”, confesó entonces cuando creyó que solo un periodista amigo le escuchaba.

Ahora, un puigdemontista Pedro Sánchez acusa a sus adversarios de todos aquellos pecados que él mismo está perpetrando. Señala con el dedo acusador a la oposición y grita el nombre de Bolsonaro como antes gritaba el de Franco. Es inmune a los hechos. Los únicos sediciosos están a su vera, pero su hipocresía no conoce límite. La expresión “gobierno ilegítimo” en España tiene la firma de un Pablo Iglesias que llamaba a su masa a rodear las instituciones democráticas, tratando, así, de impedir investiduras.

Últimamente andan con la piel finísima, pero cabe recordar que ellos introdujeron una exacerbada violencia verbal en la política española, y también un método de violencia física como el escrache. Además, el único golpe de Estado en la Unión Europea lo han protagonizado sus compinches independentistas; y, sin embargo, les han indultado y les ha permitido reescribir el Código Penal a su antojo. Han practicado una amnistía agravada. Les perdonan los crímenes pasados y los futuros. Y les pasean por cumbres internacionales para que puedan insultar a España con potentes altavoces.

Sánchez pasará, pero su legado no será solo el desastre económico e institucional, sino también el moral, el triunfo de los antivalores. Su política del miedo es puro cinismo. Su cultura de la mentira es la degradación de la democracia liberal. Sánchez no tiene relato, porque este se le desmonta cada mañana; su comunicación política se limita a la guerra de guerrillas, a mantener la atención de su público con mentiras e hipérboles, con el miedo y el enfrentamiento. Sánchez moviliza las pasiones en contra de la ética, pero su efectividad se reduce con la reiteración. La demoscopia devalúa progresivamente sus alertas antifascistas. Quizás quiso ser rey de España, pero se quedará, cada vez más solo, en su reino del cinismo.