El nacionalismo siempre vuelve
Desde su invención en el siglo XIX, el nacionalismo no ha dejado de volver y volver a pesar de su demostrada incapacidad para gestionar sociedades plurales como las contemporáneas. En los últimos años ha regresado a Europa de forma inesperada para la mayoría de los pensadores, pero no habría sorprendido a Isaiah Berlin, quien aseguraba que el nacionalismo había sido “la más poderosa de todas las influencias sobre la vida pública en Occidente, y hoy en día lo es en todo el mundo”.
Era 1964 y el contexto era la descolonización, pero Berlin intuía que la fuerza del nacionalismo siempre estaría presente, porque surge de una necesidad humana, la de sentirse parte de un grupo. De hecho, cuando no pocos pensaban que la democracia liberal había triunfado y la historia se había acabado, el estallido de guerras como las yugoslavas nos devolvían a la cruda realidad. El nacionalismo sería, pues, la inflamación agresiva de este sentimiento de pertenencia y puede ser tan destructivo que nuestro historiador de las ideas pensaba que “si la humanidad se aniquila a sí misma, lo hará mediante el estallido de la violencia nacionalista, y no de la violencia social”.
El nacionalismo es una manera simple de entender el mundo; de ahí también su fuerza
El nacionalismo vuelve a preocupar y, por eso, no es extraño que dos importantes editoriales españolas hayan decido recientemente recopilar algunos de los mejores textos berlinianos sobre la cuestión: Sobre el nacionalismo (editorial Página Indómita) con edición de Henry Hardy y Nacionalidad y nacionalismo (editorial Alianza) con edición e introducción de Ángel Rivero. Sin embargo, el nacionalismo es algo más que un sentimiento irracional que reacciona contra el racionalismo de la Ilustración. Es también una ideología. Es una manera simple de entender el mundo; de ahí también su fuerza.
En Nacionalismo (editorial Alianza), Elie Kedourie resume la esencia nacionalista en la creencia que “la humanidad se encuentra dividida de modo natural en naciones, que las naciones se distinguen por ciertas características que pueden ser determinadas y que el único tipo de gobierno legítimo es el autogobierno nacional”. Así pues, el nacionalismo pretende hacer coincidir las fronteras de los Estados con el perímetro de unas naciones que el propio nacionalismo determina cuáles son según unas características escogidas, muy probablemente, por los intereses de la elite nacionalista.
Es, de este modo, una ideología que incentivará la homogeneización forzosa de una sociedad para autolegitimarse, provocando conflictos y vulnerando todo tipo de derechos. Subordina los seres humanos a un colectivo imaginado. Y reduce nuestra identidad múltiple y compleja a una simple pertenencia. Empobrece culturalmente y destruye moralmente. Pero su fuerza es, ciertamente, innegable. Es capaz de arrastrar a todo tipo de personas, también a las viajadas y leídas.
La elite nacionalista catalana va desnuda y, así, empieza a percibirse para una gran mayoría de los catalanes
Es difícil superar el nacionalismo, ya que, según el propio Berlin, los “rezos y los argumentos resultan inútiles ante una fuerza de este tipo, como inútil resulta incluso el más noble ejemplo”. No obstante, en la misma ideología del nacionalismo también está el germen de su autodestrucción. Al fundamentarse en un sentimiento, fácilmente puede degenerar en una pasión desenfrenada y en una performance ridícula. Además, es muy probable que su voluntad de homogeneidad acabe provocando una rebelión de los defensores de la libertad y del pluralismo.
La ficción de una sociedad unánime no puede sostenerse eternamente. Según Kedourie, “al igual que el nacionalismo, el socialismo no ha producido ni felicidad ni realización espiritual, ni siquiera prosperidad material, sino, por el contrario, opresión y miseria sin parangón, para sucumbir finalmente bajo el peso de sus ideales disparatados”. No hay que ir muy lejos para observar los efectos devastadores del nacionalismo. La amarga decadencia de Cataluña es un ejemplo. A pesar de todo, hay esperanza.
La elite nacionalista catalana va desnuda y, así, empieza a percibirse para una gran mayoría de los catalanes, sobre todo para las nuevas generaciones, aquellas que no invirtieron grandes esfuerzos emocionales en el procés y cuya visión más amplia del mundo les permite ver a Carles Puigdemont y su tropa amarilla como los mediocres y oportunistas que son. Ni excluyendo el español de las escuelas, ni llenando TV3 de basura estúpida y supremacista van a conseguir atraer a unos jóvenes que ya han visto la cara más ridícula y falsa del nacionalismo catalán.
El falso apaciguamiento de Pedro Sánchez está dando una vida extra a esos delincuentes que prometen reincidir
Lamentablemente el falso apaciguamiento de Pedro Sánchez está dando una vida extra a esos delincuentes que prometen reincidir. El PSOE se ha convertido en el partido más generoso con el mal de toda Europa, siendo la puerta por la que los enemigos de la democracia han penetrado en las instituciones del Estado. Y es que el nacionalismo, por mucho que se llene la boca de libertad, es profundamente antiliberal. Cuando Artur Mas se autoproclamó intérprete de la voluntad del pueblo, un sano escepticismo debería haber alertado a los catalanes, porque creer en la unidad de la voluntad de un pueblo es estar en contra del pluralismo y, por lo tanto, en contra de la libertad individual, la verdadera.
Ahora el nacionalismo influye más que nunca en las políticas del Estado, incluso es capaz de reescribir el Código Penal a favor de sus intereses personalistas. Si Sánchez se sale con la suya, el nacionalismo volverá a hacerlo, y lo hará con más experiencia e instrumentos frente a un Estado más débil y ausente. Si Sánchez se sale con la suya, la esperanza de tantos jóvenes de un futuro de prosperidad y libertad se verá cercenada. El nacionalismo siempre vuelve; por lo que deberíamos estar más preparados, no menos.