Moción y representación
Si no para otra cosa, la reciente moción de censura promovida por Vox ha servido para reavivar el viejo debate sobre el “nivel” de los políticos. La distancia generacional, estética y oratoria entre el candidato y lo presente abocaba a ello. Con todo, lo presente tiene una cierta aspiración de clasicismo. El diputado Rufián nos dejó un detalle de interés: en una réplica a Inés Arimadas salió de paseo fuera de su estilo habitual y citó a Catón el Viejo. Es cierto que lo hizo a su manera, como el perro de Samuel Johnson; pero se diría que hasta los principales exponentes del estilo parlamentario de la última década están ensayando otros registros.
Recordarán ustedes a Rufián de grandes éxitos como la impresora, los grilletes o la comparecencia de Aznar. Pero sólo es un ejemplar acabado del político que seleccionamos desde hace diez o quince años: el Congreso lleva ya cerca de una década convertido en plató, y todos hemos participado en mayor o menor medida de ello (recuerdo cajones de props en debates electorales, enchufes gigantes de poliespán y, sí, un perrito). También es verdad que no todos los shows son creados iguales y no todos los teatrillos tiene por objeto cargarse la convivencia. Ahora, sin embargo, las payasadas del momento, que siempre encontraron quién las justificase, van mutando en protestas de seriedad y respeto institucional -¡la moción degrada la democracia! Aquellas payasadas eran, por así decirlo, la escalera de Wittgenstein que nuestro populismo ambiental ha arrojado a toda leche una vez alcanzada la moqueta.
El Congreso lleva ya cerca de una década convertido en plató, y todos hemos participado en mayor o menor medida de ello
Pero sigue habiendo distancia, como se ha notado estos días. No es casual. La fragmentación del sistema de partidos ha corrido pareja estos años con un giro demótico de la política española, anterior incluso al 15M, pero que obviamente entra en fase turbo tras la irrupción de Podemos. Las formas de representación heredadas del momento fundacional del 78, que eran aún las de la posguerra europea, van dando paso a otras modalidades. Y lo visual adquiere una importancia capital donde las ideas ya no marcan distinción: por eso los viejos comunistas pulcros y encorbatados, que hacían de su extrañeza o incomodidad una virtud socialista, se fueron transformando en burguesitos progresistas con americana, camiseta y gafas de colores; y, finalmente, en cualquier cosa.
Siguiendo a Pitkin, podríamos decir que el aspecto descriptivo de la representación se ha acentuado hasta casi tapar todo lo demás, pero el sustantivo no sólo no se ha afinado sino que parece cada vez más tenue. De fondo, la evolución -o deriva, o degradación, o lo que se quiera- de nuestro régimen parlamentario en semipresidencial o algo más craso, con los parlamentos relegados a productoras de “contenido”. El papel de medios y redes sociales en este proceso no puede pasarse por alto. A juzgar por la actividad de los partidos y sus apéndices mediáticos, los electorados están más interesados en una identificación elemental con los portavoces -y, en algunas capas sociales, en la posibilidad de “llevar razón” en los debates cotidianos- que en la defensa de sus intereses objetivos.
El democratismo a ultranza imprime un aire primario, por no decir vulgar, a los discursos
Al tiempo que esto sucedía, la expresión misma parece haberse degradado. No sólo priman las formas de comunicación televisivas y digitales, sino que el democratismo a ultranza imprime un aire primario, por no decir vulgar, a los discursos. El abandono de unos estándares culturales hoy arrumbados como meros “marcadores de clase” no es en el fondo más que un reflejo de procesos análogos en la sociedad; y de los que cabría debatir si no empobrecen de hecho a esas clases populares a las que deberían empoderar.
Porque la realidad es que las clases populares, lo que se dice populares, siguen compareciendo poco en todo este proceso. No sólo la política y los medios siguen protagonizados por y orientados a una u otra variedad de la clase media, sino que la agenda parece cada vez más copada por guerras entre élites sin apenas conexión con la vida real de las capas sociales más amplias. Y hay que empezar a preguntarse si la operación de estos años no está resultando ruinosa. El pacto tácito era una mayor cercanía, física y genética incluso, entre representantes y representados, con la contrapartida de una administración moderna y buenos servicios técnicos y recursos para que esa representación “bruta” se tradujese en leyes acordes a los fines y buenas políticas públicas. Pero hoy costaría mucho defender que ese esté siendo el resultado.